lunes, 19 de noviembre de 2012

Sobre lo inexplicable del destino.

* Quizás yo no debería haber nacido en la familia en que nací:
Mi padre nació muerto.
Era un feto violeta, que no respondió a las palmadas y masajes iniciales. El médico lo dejó en la pileta y se ocupó de atender a la madre. Cuando una de las enfermeras se desocupó de la atención a la parturienta, volvió a intentar con el niño: lo puso sobre la canilla de agua fría, luego lo quitó y lo puso al calor mientras lo masajeaba intensamente, por último lo levantó por los pies nuevamente y lo cacheteó. El niño comenzó a respirar justo cuando la enfermera estaba por dejarlo nuevamente en la pileta.

* Quizás yo no debería haber sobrevivido al parto. Nací con tres vueltas de cordón umbilical alrededor del cuello. Me sacaron con fórceps, mi cabeza quedó más parecida a una salchicha que a un huevo y quedaron marcas en el cráneo. Casi no logran sacarme de allí.

*Quizás no debería haber sobrevivido a la cuna.
Mis padres cuentan que me escapaba de la cuna así como luego me escapaba de cualquier tipo de corralito en que me pusieran, pues siempre descifraba los mecanismos. Gracias a esta cualidad caí de la cuna aterrizando bajo un ropero utilizando como almohadón para amortiguar el golpe, mi propia cara. Se despertaron con el ruido, encendieron la luz y me buscaron, sin hallarme al principio, pues yo no hacía ruido ni lloraba, para luego percibir el charco de sangre en el piso y allí estaba yo, en remojo.

* Quizás no debería haber sobrevivido a la primera niñez.
Además del relato de mis padres, tengo en mi memoria este hecho: la puerta de casa estaba abierta, salí a la calle, hubo un ruido extraño y repentino: era el chirriar de neumáticos de un auto que había frenado para evitar atropellarme. Los conductores: una pareja mayor a quien era probable que les pudiera fallar la vista o los reflejos. Recuerdo el frente del auto, las caras extrañamente desorbitadas de la pareja y recuerdo seguir girando mi vista, quizás por una voz que me sonó vagamente conocida. Era mi madre, que salía corriendo, desesperada, desde la casa y gritando de una manera como nunca la había oído. Tanto que apenas si me sonó familiar. Yo tendría no más de tres años en ese momento.

* Quizás no debería haber sobrevivido a la quinta de mi padre.
Él gustaba de plantar cosas pequeñas en su pequeño patio: aromáticas para condimentar, algunos rabanitos (que ya me gustaban desde esa época –tres a cuatro años de edad). Tenía los perímetros cercados con hilos y yo acostumbraba a meterme dentro, caminando por los pasillitos. Mi padre me enseñaba a mirar el crecimiento de las plantas y regarlas… haciendo pis en ellas.
Por algún motivo que no recuerdo, mi padre me observaba, yo lo noté y sentí el deseo de correr. Y así lo hice, apasionadamente, a toda velocidad. Debe haber sido mi primer encuentro con la música… más bien la percusión pues, tras tropezarme grotescamente con el hilo demarcador, mi cráneo sonó contra el piso de cemento que continuaba tras la quinta. Recuerdo la música, el sonido de tambor haciendo eco en el interior de mi cráneo (¿vacío ya en esa época?). Música sin imágenes y luego un cálido despertar entre los brazos de mi padre para, descubrir, conscientemente por primera vez, su rostro aterrado.

* Quizás no debí sobrevivir a mi gusto por el mar.
También fue mi padre quien me sacó del agua cuando yo, con 5 años de edad, me creí lo suficientemente hábil como para no necesitar hacer pie y así flotar cómodamente. El caso es que yo era una linda boyita hasta que quise volver a la costa y noté que no sabía nadar (al menos no tan bien como mi imaginación me dijo). Mi padre tenía el agua hasta la cintura cuando me sacó, pero yo, la tenía más alta que el cuello.

* Quizás no debí sobrevivir a la peritonitis.
Cerca de los 10 años de edad, tuve apendicitis. Los médicos que ven su trabajo como cualquier otro, suelen equivocarse. Me diagnosticaron una indigestión. Pasaron dos días más y yo ya no soportaba el dolor. Puesto que no movía el intestino, recomendaron a mi madre aplicar enemas. Por suerte un verdadero profesional (un amigo horticultor, hombre de campo que tenía un vivero y que era vecino) me vio a tiempo. –“Esto es el apéndice” dijo –“si le hacés una enema lo matás, llamá a un médico como la gente lo más rápido que puedas”.
Así mi madre se contactó con un tío de Buenos Aires, quien llamó a la clínica, llegó un médico muy joven a casa, me revisó y confirmó el dato. Me llevaron de urgencia en ambulancia. Me esperaban en la puerta de la clínica, me dieron a elegir el tipo de anestesia mientras subía en el ascensor en silla de ruedas. El quirófano estaba listo. Le comentaron a mi madre que estaba muy pasado de tiempo y esperaban poder solucionarlo. Luego me mostraron la tripa que me habían sacado: me había salvado por 2 milímetros de intestino sano, apenas unas horas más de infección…

* Quizás no debí sobrevivir a mi gusto por correr.
Una noche, caí en una zanja de desagüe cloacal al salir corriendo de casa. Olvidé que estaba la canaleta de metro y medio de profundidad con el caño de cemento en el interior y aterricé sobre él con mi frente. Estaba oscuro, me levanté, salí de la fosa y seguí mi camino hacia el almacén. Antes de media cuadra la sangre me cubría el ojo izquierdo y no fue hasta llegar a la luz que noté que se trataba de sangre. El golpe me había anestesiado y no me daba cuenta de lo sucedido.

* Quizás no debí sobrevivir a mi bicicleta.
Armaba y desarmaba bicicletas con un amigo. Le poníamos accesorios de todas clases. Hasta tenía luz de giro y de stop. Nos gustaba correr entre los atascamientos de autos, allí donde quedaban pequeños pasos entre los vehículos. O lanzarnos por las pendientes, donde una bicicleta de paseo de un niño de 12 años zumbaba en sus rulemanes y alcanzaba una velocidad cercana a los 75 km/h. Justo donde una caída hubiera sido fatal, sin contar con que lo hacíamos acompañando a los autos, a través de cuyas ventanillas bajas preguntábamos la velocidad a la que iban: nos gustaba la cara de sorpresa cuando leían el velocímetro y nos veían a su lado a esa velocidad. O quizás hubiera sido fatal la oportunidad en que, muy concentrados en nuestra carrera con un auto, no quisimos ceder viendo que teníamos una oportunidad en el cuello de botella que se formaba en una rotonda y nos saco de la concentración la bocina de un colectivo que vimos a 15 cm de nuestra cabeza, sobre el lado derecho, cuando mirábamos al izquierdo para aprovechar un hueco entre los autos que doblaban y su indecisión para ver quién pasaba primero. En ese hueco nos metimos sin notar que el espacio que hacían no era por una duda sino para dar paso al colectivo, delante del cual nos cruzamos.
Quizás hubiera tenido un final trágico aquel episodio en que tomábamos velocidad con la bicicleta y tratábamos de pararnos en un solo pedal y tomar el manubrio con una sola mano. Estando nuestro cuerpo vertical, inclinábamos la bicicleta. De ese modo tomábamos la esquina: el desafío era tener, además de equilibrio y coordinación, la suficiente fuerza de brazo como para torcer el manubrio pues de otro modo la bici no doblaría y terminaríamos de cabeza en la pared de enfrente.
Ese día, yo doblaba, muy concentrado en mi esfuerzo, sin ver que un auto me estaba por arrollar. Efectivamente, golpeó con el paragolpes en mi pedal. Yo salí volando mientras la bicicleta se hizo un bollo pasando por debajo del auto y terminando en algo parecido a un ovillo de lana. Mientras tanto, yo volaba, cruzaba la vereda, la línea de construcción pasando por sobre un alambrado que delimitaba el terreno baldío y caía, de espaldas justo sobre un cardo y mi cabeza pegaba de nuca justo sobre un pedazo de ladrillo. De haber una casa ahí, me hubiera estampado en la pared y me tendrían que haber sacado con espátula como a un mosquito al que se le ha matado de un zapatillazo. El ladrillo en la nuca tampoco me mató, no sé por qué. Demás está decir que era verano y la única indumentaria era mi short, de modo que las espinas del cardo se quedaron en mi espalda y piernas como su tuviera medio cuerpo con sarampión avanzado… Detrás del auto venía un taxi, que se detuvo y me llevó hasta casa. Recuerdo que nos reímos mucho de mi desventura aunque yo estaba mareado. También recuerdo que, llegados a casa, me sacó en brazos del auto, tocó timbre y salir mi madre desesperada por mi estado, el taxista le preguntó: “Señora ¿Esto es su hijo?” Efectivamente, yo parecía una cosa mas que una persona.
Quizás mi día fue aquel en que corríamos por el parque Camet, el grupo de compañeros del colegio Industrial. Hacíamos todo tipo de locuras como subir por la rampa que se utiliza para subir ganado a los camiones para seguir como si nada cuando esta se terminaba. Uno de nosotros se asustó y bajó la velocidad. Al llegar al final de la rampa simplemente cayó a plomo. Por un momento su bicicleta quedó vertical, con las ruedas apoyadas sobre la pared vertical de la rampa, para luego caer burdamente de cabeza al piso. A mi me gustaban más los terrenos de pasto. Justo al saltar de una loma sentí un golpe. Era un pequeño pozo en que apoyó mi rueda delantera en el momento de mayor velocidad. Se quebró el eje que une al manubrio con la horquilla de modo que el manubrio se soltó hacia arriba, la rueda hacia abajo y el cuadro de la bicicleta (conmigo a bordo) pasamos por el medio. Al caer al piso apoyó la rueda trasera, inmediatamente quiso apoyar la delantera (la que ya no estaba) porque lo que se apoyó en la tierra, mejor dicho, se clavó en la tierra fue la punta delantera del cuadro. Así supe lo que siente el “hombre bala” del circo, pues pasé a vuelo rasante por varios canteros con florcitas para derrapar en el paso por varios metros en un aterrizaje del que no podría enorgullecerme de ninguna manera. Yo no veía lo que había del otro lado de la loma. De no haber estado despejado otro tendría el trabajo de relatar esto.

* Quizás no debí sobrevivir a la electricidad.
Estaba yo en el colegio industrial, pasaba por los talleres y aprendía mucho. Mi instinto de investigación se exacerbaba y uno de los temas fue la electricidad y la electrónica que nunca llegué a cursar. Sin embargo, había en casa libros de electrónica y, con mis escasos conocimientos, leía y trataba de comprender lo imposible para mis recursos culturales. Había en casa, arrumbada, una vieja radio de válvulas, que no funcionaba. Así es que revivió para ser víctima de mis experimentos. Ya desarmada, el chasis yacía sobre la mesa y una tarde, volviendo de la playa, me dio por volver a examinarla. La enchufé, la encendí y debo haber sufrido mi primer ataque de pasión egoísta porque ya no podía soltarla. Efectivamente, me había olvidado de calzarme y mi cuerpo aún tenía la sal del mar por encima que, dicho sea de paso, es muy buena conductora de la electricidad. Así es como sentí mi primer “cosquilleo” en las entrañas sin siquiera haberme enamorado. Yo trataba de soltarlo y el chasis paseaba por la mesa sin soltar mi mano. De algún modo extraño tomé conciencia de la situación, dejé de zarandear a la pobre radio y asumí la situación. Mientras mi corazón y mis tripas se tensaban como para romperse, me puse en paz y simplemente solté la perilla metálica de la radio. Eso fue suficiente, sin embargo, no siempre lo es. Luego los adultos se preguntan por qué los chicos se creen inmortales o actúan como si lo fueran…

* Quizás no debí sobrevivir a los explosivos.
Mi curiosidad abarcaba diversos temas, algunos de ellos no eran peligrosos (¡Y aun así me atraían!). Otros, como la posibilidad de hacer pólvora casera para hacer petardos, me podían llevar a quemarme los pelos.
Luego de mucha investigación encontré la forma de hacer una mezcla que prometía. Efectivamente, era una mezcla eficiente, pero en ese entonces yo no sabía cómo funcionaba la pólvora y, por ese motivo, no conseguía la explosión sino que se quemaba lentamente. Algo que leí pareció darme la idea de que debía estar encerrada como para juntar presión. El concepto no era exacto, pero mejoró un poco la cosa. Así es que terminé por hacer un cartucho, algo grande, por cierto, y que prometía… Lo armé, lo puse en el terreno de al lado de mi casa, puse un dispositivo de retardo basado en mecha lenta casera, lo encendí y fui corriendo a la terraza para poder observar el resultado a una distancia segura. Yo no conocía por ese entonces el método del camino de tierra como cortafuegos, pero todo parecía seguro y, como dije ya dos veces, prometía… así me enteré que prometía un gran desastre pues, si bien no explotó, funcionó como una buena bengala. La llamarada era fuerte y duradera, tanto que comenzó a incendiar el paso del terreno. La pared de garaje de casa adquiría la tibieza de un hogar… el terreno ardía… un vecino llamaba a los bomberos… y yo me escondía.
Un poco más arriesgado fue el día que encontré una granada casera en la playa. Caminaba con un amigo de tropelías cuando vimos a un borracho buscando tesoros en la arena. Buscaba a la derecha con un tumbo y con el otro buscaba a la izquierda. Avanzaba sin terminar de caer. Tenía un equilibrio tan maravilloso que caminaba en zigzag sin tropezar ni caer mientras alzaba su cara al pleno sol del verano, protegido, únicamente, por la sombra de la botella de la que estaba bebiendo. Este pirata de las playas, levantó un objeto del suelo, era un tubo de aerosol que, curiosamente, tenía una manija al costado. Comenzó a tirar de ella como para abrirlo y ahí notamos que, lo que parecía ser la tapa que cubre al pico era, en realidad, un objeto metálico del que partía la palanca. Eso era una granada casera !!!! Corrimos tras una piedra para ponernos a cubierto pensando que si lograba abrirla sería difícil que mantuviera en orden su peinado. No pudo y la tiró para seguir su camino. Mi amigo decidió volver a su casa mientras yo pensé que era un peligro eso ahí y que, si no había explotado en las manos de un borracho, no tenía por qué explotar en las mías (bueno, en ese momento me pareció un razonamiento lógico). Tomé la granada, la llevé a un terreno baldío lindero a la costa con casi tres manzanas de descampado, la coloqué en el centro (donde menos daño podría hacer la onda expansiva mientras que, entre el pastizal, no era probable que nadie la encontrase) até una bolsa de supermercado a una rama para poder localizarla desde lejos y me volví a mi casa. Llamé a la policía para dar aviso. Se presentaron rápidamente y con el lógico temor de que fuera una emboscada. Luego fuimos en el patrullero hasta el terreno, les señalé el punto donde estaba, la retiraron y se fueron sin siquiera saludar… ufa! A esta altura yo tenía ya 16 años y me parece bien detenerme aquí en la historia… por mi propio bien, por supuesto.
La cuestión es que me sorprende mucho cuando a la gente le parece muy natural seguir viva después de muchos años. Me llama la atención cuando creen que la muerte es algo lejano en lo que no cabe ni pensar. Me pregunto qué les da la idea de que lo natural es vivir hasta la vejez.

Yo miro hacia atrás en el camino andado y apenas puedo creer en la cantidad de eventos inusuales que se han dado en mi vida para que yo pueda estar aquí ahora.

Yo miro el presente, de sociedades agotadas, de descontento, de penurias y no puedo comprender cómo tenemos problemas demográficos por exceso de gente ¿Es que todos han pasado por hechos extraordinarios, necesariamente encadenados contra toda probabilidad, para poder estar todos juntos aquí y ahora?

Yo miro al futuro y pienso que debí haber muerto en alguna de las veces que relaté (que no son todas) porque esto sigue empeorando y temo, sinceramente...
... no volver a tener otra oportunidad !!!.

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