El abuelo era carpintero, italiano, y alegre como todo
hombre de espíritu sano.
En su cuerpo llevaba, sin embargo, las huellas de una vida
que lo apuñaló en más de una oportunidad, a pesar de lo cual, él seguía siendo
feliz y bromista. Pues varios diálogos con el bisturí no habían podido evitar
que criara una cabellera blanca, como tampoco lograr que dejaran de brillarle
sus ojos transparentes y profundos que, como el espacio, no tenían fin. Ojos a
los que tan sólo la luz de su alma les daba esa profundidad. Y así se veían:
como la luz del sol hace ver al cielo.
En verdad que es eterna su mirada ahora que las amatistas
que llevaba detrás de sus párpados diluyeron su color en el firmamento.
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El abuelo trabajaba la madera, la modelaba. En cada marca
mostraba su arte... y la naturaleza hacía lo mismo con él.
A veces acariciaba al cedro haciéndolo brillar: él decía que
lo estaba lustrando.
Era hermoso el viejo, su corazón dulce como de niño y la
cara tallada por la vida.
Cada arruga era un trazo de mano maestra, un trazo que hacía
visible en él una bella cualidad. Y le cubrían todo el rostro, casi como un
presagio. Toda su tez era el diario de su vida. Y no quedaba ya dónde escribir.
En esta hora, su alma visitó a los que amaba. Les regaló su
alegría en silencio, les dejó su dulce perfume de aserrín. Luego un algo como
de ave cruzó el cielo perdiéndose en las alturas: llevaba vuelo amplio y
sereno...
... y un necio dijo entonces: -El abuelo murió.
"El Abuelo" me gusta más que tu reciente entrada.
ResponderEliminarEs muy cálido el escrito. Tierno, descriptivo.
¡Me gusta!
Un abrazo Javier.