Hastiado de vivir en la planicie, con su calor, su humedad y
sus insectos molestos. Harto de ese clima pesado que invita a la siesta, había
sentido la necesidad de ascender la ladera de la montaña, pues, cansado del
bullicio de la gente, precisaba de la soledad.
Subiendo sin rumbo, sin saber a donde llegaría, sin saber
siquiera si me detendría, llegué a una zona donde sentí el impulso de
asentarme.
El clima era fresco, rodeado por la nieve; el aire limpio
permitía ver a la distancia; la altura permitía abarcar mucho terreno con la
mirada; el agua bajaba limpia y fresca desde los picos, tan distinta del agua
de la llanura. Las nubes flotaban a la altura de mi morada, y elevarme un poco
más me dejaría bajo un cielo siempre abierto. La soledad y el vacío eran abrumadores
a esa altura.
Ese día había salido temprano, luego de saludar al Sol; tenía
una sensación extraña, algo iba a suceder.
Caminaba cerca de la caída de agua, allí en las altas montañas,
cuando me llegaron los signos: Se levantó un viento de calor abrasador, era
como un emisario portando su recado. Me colmó una fuerza que se hizo euforia
repentina.
Movido por el viento y la pasión, corrí por la ladera de la
montaña. Mi corazón tomaba el ritmo de mis pies, mis pies el del viento, yo
mismo era ese soplo cálido acariciando el suelo. Cerré los ojos mientras corría,
los cerré para sentir la Presencia, para sentir su eco en mí: su mensaje.
Mientras corría vibraba en mí un anhelo que poco
a poco fue tomando dirección, hasta que se me hizo claro dónde debía ir.
Entonces abrí los ojos, estaba llegando al final del risco... Y salté.
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