Éramos jóvenes en los tiempos de los dioses mitológicos,
temperamentales y fuertes, impetuosos y naturales, y nos amábamos ya como
dioses.
Siguiendo los antiguos rituales de la ley habíamos llegado a
la edad en que nuestro destino era seguir los pasos de Hércules: buscar la
consciencia y la inmortalidad venciendo a las fuerzas de los submundos. Iríamos
a las tierras bajas, desconocidas y peligrosas. Caeríamos, como le sucedió a
nuestro antecesor, prisioneros de fuerzas cuyas leyes ignorábamos.
Siendo dioses seríamos mendigos, ciegos y esclavos hasta conocer las reglas de esas tierras.
Siendo dioses seríamos mendigos, ciegos y esclavos hasta conocer las reglas de esas tierras.
Sabíamos que sufriríamos grandes transformaciones, perdiendo
cualidades, poder y hasta la memoria. Esto último nos preocupaba: perder la
memoria de nuestro linaje y de nuestro amor. "Si me hundo en la bruma del
olvido, auxíliame" -me habías pedido. "Haz lo mismo por mi"
supliqué. Hablamos así un largo rato, hicimos un pacto de ayuda mutua.
En cualquier territorio que nos halláramos habíamos de
reconocernos al vernos y una vez juntos nos auxiliaríamos mutuamente. Cada uno
haría su esfuerzo por hacer que el otro recordara lo más posible. Cada uno
daría cobijo al otro apelando al talismán que escondimos en el corazón para recordar
nuestra estirpe y nuestro amor: Una gema que guardara el símbolo de nuestro
reino y pudiera evocar el sentimiento que nos unía. Con la ayuda del talismán
haríamos un hogar donde habitar, tal que fuera refugio y santuario apto para
enseñarnos mutuamente lo que cada uno halló en su camino, apto para poder
expresarnos en una lengua pura que erradicara las confusiones y donde pudiéramos
vivir según nuestras tradiciones lo indican para permitirnos recuperar lo
perdido. En suma, un hogar que recordara a nuestras tierras.
Con esta estrategia pensamos conquistar las tierras bajas
como lo hizo Hércules y volver, juntos y a tiempo para el festejo, a reclamar
nuestro derecho a la inmortalidad.
Así partimos como niños hacia la tormenta y la soledad, cada
uno por el camino que le fue fijado.
Sabíamos que no sería fácil reconocernos vestidos a la
usanza de cada pequeño poblado.
La primera vez que la vi en esta localidad, era sólo una
persona más entre otras, no obstante despertó mi simpatía y vibré por afinidad.
La segunda vez que la vi, era uno de mis hermanos y el más
puro afecto me invadió.
Comenzaba a tomar consciencia de lo profundos que eran los
lazos; y encontrar a uno de los propios después de quién sabe cuanto tiempo, es
algo que conmueve.
Entonces, quizá por nostalgia, la recordé en las tierras
altas.
En el campo, cerca del lago, era una guerrera mística, de
estocada certera, ruda y despiadada tanto como honesta hasta en la mentira; con
la crueldad de un niño y la belleza de un hada, con el porte de un felino
salvaje y los ojos de una gama. Dejaba beber a su caballo mientras limpiaba la
espada con la que acababa de degollar. Encarnaba toda la fuerza de lo femenino
que ejecuta la Ley.
En la montaña era Walkiria. Servía el hidromel, que ella
misma preparaba, y con el que curaba y alegraba a los guerreros. Encarnaba todo
el amor que la mujer puede dar, apoyando al engrandecimiento y la conquista,
sabiendo que es un guerrero también en marcha hacia su destino.
Y la recordé también aquí, en las tierras bajas, con estos
símbolos.
En el castillo, la gran fortaleza, era la reina. Dominaba
con mano de hierro al ejército tanto como dominaba el arte de la guerra:
conquistaba reinos con facilidad y sus defensas eran impenetrables.
Cuando la conocí me tomó por un ladrón. "Eres fuerte
como para que me resista a ti -dijo- Toma lo que viniste a buscar de entre lo
que tienes a la vista y vete" Porque tenía riquezas suficientes, siempre a
la mano, para satisfacer a los ladrones. (Las verdaderas riquezas no se dejan
al alcance de los ladrones, no por precaución ya que no son apetecidas por
ellos, pero si para que no los pisoteen al pasar o para que no jueguen con
ellos). Pero no venía yo a robar, traía mis obsequios para ella y venía a
regalar, compartir y amar.
Los gendarmes me rodearon cuando hablé y termine en un
calabozo, víctima de su excelente guardia. Lo peor fue que, a pesar de mis
heridas, dijo que su trato era amable y que éramos amigos. Y eso significaba
que mi condición seguiría así de por vida.
¿Qué dolor ha endurecido así sus escudos? Porque el dolor es
también un fuego capaz de templar en acero el hierro de las armaduras,
hinchando los herrajes y haciendo difícil quitarse el ropaje defensivo. A la
larga vienen las contracturas: las armaduras pesan en la espalda.
Hoy su voz se oye como desde lejos, desde allí donde habita.
Desde detrás de los muros viene por un largo tubo, y trae el eco de su soledad.
Una vez que la vi era mujer y me asustó su frialdad. Pasó
frente a mí fingiendo que yo no existía, la seguí, espiándola, y descubrí a una
dulce amante escondida allí: Ella amaba en secreto; aún para su compañero
pasaban inadvertidos sus sentimientos. Amaba sin que la notaran... Amar sin
ser descubierta ! Amar en soledad ! Amar sin interlocutor ! ¿Amaba ella
otra cosa? ¿Qué clase de temor merece tal precaución? ¿Qué clase de dolor hace preferible
esta cruel soledad?
Entonces seguí y espié a la amante. La vi en su cuarto
desvestirse y quitarse el resto de maquillaje. Allí vi que la amante
escondía en su interior a una niña. Una niña feliz y juguetona a la que no se
puede engañar: supo que yo estaba allí y volteó mirándome de frente. Entonces
vi que se trataba del amor de mi infancia, allí en las tierras altas, sólo que
ahora se cubría de mil disfraces. Entonces, aún sin reconocerme, me invitó a
acercarme y hablamos. Se transformaba en sus personajes y gozaba viéndome
atónito ante sus cambios "Las mujeres podemos tomar la forma que queremos
-dijo riendo- pero no lo comentes, porque no quiero recordarlo".
- ¿Es que se te ha hecho vicio, no es así? -repliqué. Eso de
ver por un segundo y dejar que las imágenes tomen el control, que te digan como
has de interpretar al mundo. Una sola pista desata un mundo de supuestos y ya
no ves más, el sueño te domina haciéndote interpretar al personaje que mejor se
defiende en esas circunstancias...
-Sé que viniste con la intención de curarme, sé que te llamé
muchas veces para ayudarme sin saber dónde estabas. Pero mis personajes no
dejarán que lo hagas: se han hecho muy fuertes. ¿Lo vas a intentar igualmente?
-Sólo si ya deseas despertar, jamás iría contra tu voluntad.
-Entonces todavía no lo hagas, quiero dormir un poco más;
aún temo despertar, aún temo recordar. ¿Estarás ahí esperándome?
-No lo se...
Entonces se transformó de nuevo en uno de esos personajes,
esta vez un animal salvaje, una bestia con feroces dientes que clavó en mi
corazón. Mordió y tiró, y se escondió en su madriguera sin soltarme: Se que no
me separaré de ella sin desgarrarme, sin sentirme morir entre salvajes y
antiguas pasiones, encendidas en un amor primitivo. La amaba y ella se percató
inmediatamente, tan fácil como yo pude percibir su amor también.
Ya me había reconocido y todas las noches, luego de esa nos
veríamos para charlar, discutir, amarnos, pasear...
Así, una vez que la reconocí, en forma instintiva mi
alma ejecutó un antiguo ritual de amor: como primera medida la cuidé y asistí
como a algo que me era más preciado que yo mismo. Establecí todos los lazos de comunicación
posibles hasta hacerme consciente de sus necesidades, de sus temores, hasta del
momento en que se despertaba porque sentía su sentir. Como una mujer prepara
cada mes su matriz para recibir hijos, así comencé a preparar mi alma para
recibirla: construía el hogar en mi mismo, para incubarla con el calor y el
alimento para desarrollar las cualidades que hasta ahora no hubiera podido mi
niña solitaria. Todo pensamiento fue para ella durante meses al igual que todo
cariño, toda la energía que acumulé, toda mi atención estaba en ella. Todo tal
como lo prescribe el ritual de las tierras altas para recibir a los seres
amados. Y tal como lo pactamos construir el santuario en que yo curaría su alma
y ella la mía, porque no hay muchos aquí a quienes confiar una tarea como esa.
Hoy me invade un frio de muerte, un frio profundo que me
entumece todo mi ser porque me dice que no ha de habitar en mí. Así como el
vientre de la mujer se deshace de los preparativos cuando la semilla no llega,
siento partirse el alma dejando en libertad a las fuerzas creadoras que fueron
congregadas; y un dolor me arranca el grito que retumba en el vacío. Es otra
vez esa soledad que también a ella le es familiar: esa sensación de desamparo,
de haber sido totalmente abandonado, esa soledad en que no es posible esperanza
alguna, ese vacío que no cede con ninguna mentira. Y el eco de un dolor que
parece ser la vida misma...
Los días que siguieron, y hasta hoy aún, me he dedicado a
compartir intrascendencias y también a cazar mariposas, esperando hallar a una
en particular, que es el alma de una amante niña que se fue de apuro, sin saludar
y llevándose mi corazón entre sus dientes. Porque a la tercera vez que la vi,
ya no pude dejar de amarla.
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